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PRÓLOGO La médula del teatro de Casona está constituida por dos características esenciales: la realidad y la fantasía que, aunque parezcan oponerse de modo absoluto, logran, en este dramaturgo, una complementariedad que las engloba y que caracteriza sus piezas con la idealización del mundo y de los conflictos y tensiones del ser humano. Porque la mayoría de sus piezas se articulan en torno a esos dos núcleos que, mezclándose, refrenándose, contradiciéndose y negándose, terminan por configurar la unidad de pensamiento —aunque quizá fuera mejor utilizar el desfasado término de mensaje — de este autor dramático, para cuya comprensión perfecta hemos de situarnos como espectadores en una butaca de teatro a partir de los años treinta — La Sirena varada, primera pieza de Casona, se estrena en 1934— cuando por toda Europa se había difundido la vieja pretensión de Rimbaud y de Karl Marx de «cambiar la vida», aireada como consigna en la década de los veinte por los surrealistas. Evidentemente, el cambio «poético» que pedía Rimbaud se diferenciaba mucho del cambio «sociopolítico» que preconizaba Marx, pero en la década de los veinte hasta los propios surrealistas vieron ambos cambios como complementarios. El teatro de finales del siglo diecinueve, tras romper con los románticos, había consagrado la escena como cátedra laica de educación —aunque todos ponían un fanático fuego religioso en su empleo: el gran teatro de Ibsen y de Strindberg había abierto con hondura esa vía que los dramaturgos naturalistas recorrerían con desigual fortuna. En España, Benavente, con un pie en ese pasado naturalista y otro en el modernista, avanzando un paso sobre las endebles tramas y las aguadas consejas morales de Echegaray, sólo consiguió sentar las bases de un teatro de ideas escasamente válido para sus herederos. Valle-In-clán, gran roturador de nuevos caminos escénicos, quedó al margen de la evolución, precisamente por su fuerza creadora: apenas si influyó en su momento, porque no fue claramente comprendido y apenas si logró ser representado. Su fuerza expresiva, su arrollador lenguaje, su diferente concepción de lo teatral, del juego escénico, eran tan propios que obturaban la vía a toda posibilidad de herederos. El tercer dramaturgo, más cercano ya en el tiempo y en la visión del mundo, a Casona, Federico García Lorca, tampoco haría mayor caso a la vía didáctica: D'Annunzio y Synge, sobre todo, le habían dado las pautas de un teatro distinto, eminentemente poético, brotado de un surgimiento trágico de la emoción que no tenía por
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