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J. D. Salinger El guardián entre el centeno Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de útbol contra Saxon Hall. A ese parti- do se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Tomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese ollón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, uertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios. A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuan- tas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o ha- ciendo lo que les dé la gana. Selma Turner, la hija del director, sí iba con bastante recuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aun- que simpática sí era. Una vez ui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. enía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el ondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo enomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un gilipollas. Si yo estaba en lo alto de Tomsen Hill en vez de en el campo de útbol, era porque aca- baba de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jee. Menuda cretinada. Ha- bíamos ido a Nueva York aquella mañana para enrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los fo- retes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No ue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiem- po para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia. La otra razón por la que no había ido al par- tido era porque quería despedirme de Spencer, mi proesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que uera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey. Es que no les he dicho que me habían echa- do. No me dejaban volver después de las vaca- ciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis pa- dres ueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey ex- pulsan a los chicos por menos de nada. ienen un nivel académico muy alto. De verdad. Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un río que pelaba en lo alto de aquella di- chosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes orra- dos de piel metidos en los bolsillos y todo. Pen- cey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de amilias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban, pala- bra. otal, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de útbol y pasando un río de mil demonios. Sólo que no me jaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de des- pedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía. uve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert ichener y Paul Campbell estábamos jugando al útbol delante del edicio de la ad- ministración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo ichener. Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero no-
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