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Nacidos entonces bajo la línea ecuatorial, sería atina- do decir que la geografía nos desune, nos dispersa, no nos permite una uniformidad, somos selva y trópico pero también montañas y nieve, maravillosa fusión de cos- mogonías y sangre, negros, indios, cholos, mulatos, mestizos, blancos, desde donde han salido un arte y una literatura múltiples que ahora paso a narrarles. De una manera vacilante, indecisa, como cuando el niño empieza a caminar, la literatura ecuatoriana inicia su camino a pie, pero bajo la sombra tutelar, libertaria, polemista, del indio quiteño Eugenio Espejo, quien, des- de 1770, en panfletos, libros y periódicos, asumió su valiente actitud anticolonialista, que finalmente le costa- ría la vida a este conspirador e inspirador de la Indepen- dencia. Luego, en el último cuarto del siglo XIX , la litera- tura ecuatoriana empezará a caminar bajo un optimismo racionalista, un mundo inconmovible, prefigurado, quie- to, ordenado, feudal y conservador. En el cuento no se va más allá del relato de costumbres, de la tradición o la leyenda, y los temas estarán vinculados a un realismo chato y luego a un romanticismo dulzón y desabrido, cuyos padres putativos serían Chateaubriand, Lamarti- ne, Víctor Hugo, Walter Scott, entre otros. En todo caso, los personajes de esta literatura son cacasenos del pueblo, y el escritor desde una esfera superior muchas veces se burla de ellos, los ridiculiza (Juan Valdano). El humor es concebido aquí como el trasfondo de una conciencia de clase privilegiada que desprecia lo popular. «La jerarquía de clases es clara y debe mantenerse tanto en la literatura como en la vida» (Juan Valdano). Todo parte de lo clásico, de lo verosí- mil, de lo realista. Estamos en las primeras décadas del siglo XIX y los escritores apuntalan con sus sueños, un poder omnímodo que respira quietud y vida sana. Las características de esta literatura estarían dadas por el punto de vista. El narrador es el Dios de los hombres y las circunstancias, está en todas partes (y en ninguna se lo puede ver), por ello se utiliza la tercera persona, que prefigura la cosmovisión y el desarrollo de todo el contenido. Se detalla el paisaje y se descri- ben los ambientes, el lenguaje es academicista, rancio, convencional, es decir el instrumento adecuado para interpretar la burguesía decimonónica: pureza, casti- cismo, corrección formal, moderación expresiva, pu- dor, idealismo, amaneramiento (Juan Valdano). Pero hay alguien, fuera del cuento y de la novela, que distará mucho de esa moderación y ese optimis- mo, y que fustigará con su pluma a los dictadores y a los poderosos, un hombre ecuatoriano que fue exalta- do por José Enrique Rodó, por Rubén Darío y por Miguel de Unamuno: Juan Montalvo, aquel escritor de un casticismo irreprochable cuya pluma no tembló cuando se decidió a escribir los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes . Empezaba entonces la confron- tación ideológica entre dos corrientes representadas en las letras por Juan León Mera (conservador) y Juan Montalvo (liberal). En poesía, y luego de la gran poe- sía épica de José Joaquín Olmedo (que igual cantaba las hazañas del Libertador Simón Bolívar, como las del dictador Juan José Flores), el modernismo, al decir de Jorge Enrique Adoum, aparece como la expresión más cabal y más lograda de la frustración de la burguesía y el gamonalismo. Cuatro poetas trágicos, con tentati- vas de evasión y muerte, irrumpen con sus cantos donde se nota la huella dolorosa de Baudelaire y Verlaine. Uno de ellos, Ernesto Noboa y Caamaño, diría de sus cole- gas: «a unos los cesó la muerte y a otros... los mató la vida» (quizá por esa falta de voluntad de vivir el gran escritor y periodista Raúl Andrade los llamaría la Ge- neración Decapitada). Magníficos poetas, sus obras son perlas de tristeza, exactas, puras, de donde no emerge nada que no sea melancolía. Sus nombres: Medardo Ángel Silva, Humberto Fierro, Ernesto No- boa y Caamaño, y Arturo Borja. Las luchas independentistas han llegado a su fin. Se comienza a sentir la necesidad de asumir un compro- miso y fijar los cimientos de una literatura nacional y popular. El liberalismo asume el poder en 1895 y en- tonces aparece la novela de ese movimiento: A la cos- ta , de Luis A. Martínez (1906). El siglo XX se abre efectivamente para nuestra Amé- rica, con ese gran cuentista uruguayo Horacio Quiro- ga, y en nuestro país empiezan a reafirmarse, a delimi- tarse, dos caminos del realismo: el realismo social y el realismo sicológico; dos vertientes copan la literatura de los albores del siglo. En nuestro país aparece un
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